Ahí anda Romualdo. Otra vez borracho de tanta tristeza que juntó esta noche.
Se tambalea y golpea contra las paredes de las casas viejas, y contra los árboles al borde de la vereda.
Desde acá podemos verlo: ya no lo seguimos como antes. En otra época era divertido ir detrás suyo, ver cómo se paraba frente a los árboles en los cuales apoyaba uno de sus brazos y hundía la cara en él. Ahí empezaban (o seguían) las convulsiones, las sacudidas del cuerpo. Algunos de los chicos decían que tenía epilepsia; pero otros (lo más racionales) sostenían que era un acto reflejo del cuerpo cuando uno quería dejar de llorar. Y después de eso, seguía a los tumbos, secándose las lágrimas y los mocos con la manga sucia de su camisa.
Pero ahora todos entendemos su tristeza. O al menos, la respetamos: Romualdo toma vino del más barato en el boliche de enfrente de mi casa. Mientras bebe, saca un papel de su bolsillo y lo mira fijamente. Después sigue atento al cartón, y llega rápido al fondo. Cada noche más rápido. Y cada noche Romualdo es más pobre y más triste.
Cierta vez, hubo de dirigirme la palabra, pero yo me quedé tan sorprendido, que no alcancé a comprender las palabras que me dijo antes de irse a doblar su esquina y a perderse en su antebrazo flaco y huesudo y mojado por sus lágrimas.
En el barrio, algunos dicen que el papel que saca de su bolsillo mientras bebe, es la foto de su hija a la que no ve desde hace muchos años. Otros en cambio, sostienen que es una carta que le dejó su amada antes de partir y dejarlo para siempre.
Sea como fuere, Romualdo está triste y solo. Y camina tambaléandose.