El domingo pasado, todos vieron, hizo un
frío horrible. Al menos horrible para muchos de los que vivimos en la zona
central de este país al sur de todas las cosas.
En mi casa tengo,
les cuento, problemas de calefacción. Es fácil de imaginar: venís de un frío
horrendo, y te metés adentro era una heladera. No te podías sacar la campera para
entrar, sino más bien, todo lo contrario, que sería ponerse otra. Llegué tipo
cinco de la tarde, después de un chaparrón importante. Venía con una bolsa de
leña, tampoco me iba a resignar a morir congelado.
Me bajé del
auto, abrí la puerta del costado. La blanca de chapa. Porque la otra casi no la
uso. Como dije antes, me disponía a entrar a mi helado hogar, y me pasó algo
particular: además del frío que sentí al abrir (un frío que me dio de lleno en
la cara, como una cachetada de mi viejo por alguna de las que me mandaba
otrora) había otra cosa. Había un olor. Un olor que me dejó paralizado en el
umbral. Dudé unos segundos que bien podrían haber sido minutos u horas, pero no
entré. Me quedé mirando, percibiendo ¿Qué había de raro? ¿Me confundí de casa?
Evidentemente, no. Estaba el cuadro de Klimt. Estaba el sillón, estaba la
guitarra, estaba el desorden típico de la cocina y estaban los libros en la
biblioteca del fondo, también desordenados. Quise mover una pierna, pero no
pude. Intenté girar mi cabeza, pero fue en vano. Mi mano derecha seguía
sosteniendo la bolsa de leña, pero me dí cuenta que no tenía noción del peso,
ni sentía el tirón de la bolsa de nylon en los dedos.
Aunque no tenía
control sobre mi cuerpo, percibía mi entorno claramente. Hasta que empezaron
los mareos, claro. El olor… ¿Qué era? ¿Pérdida de gas? Imposible. No era gas.
Hasta que me dí
cuenta: era un aroma a cosas olvidadas. Un aroma a un pasado inexorablemente
perdido en el mar de los recuerdos. Un olor a casa nueva, con materiales
nuevos, con mesada nueva, con libros nuevos. Eso era. El olor a la casa recién
construida. Entonces las náuseas fueron violentas. Dudé. Pero no dudé de donde
estaba. Dudé del tiempo en el que vivía. Entonces comprendí mejor. El olor era
un olor a ausencia. A una ausencia tan fuerte capaz de volver el tiempo atrás,
hacer semillas las plantas, dejar como nueva mi gastada guitarra; una ausencia
que no era ni más ni menos que la mía: estaba lejos de mí, lejos de mi casa,
lejos de mis cosas. Fue lo último que pude pensar o comprender.