6/12/12

Tipografía.

Solía aterrarlo su trabajo. Más bien, los instantes previos al trabajo. Desenfundar la máquina, dejarla sobre la mesa, acomodar el papel, preparar los dedos mientras la incertidumbre se apoderaba de él. No importaba si simplemente iba a transcribir algo dictado, o si la creación iba a ser suya. Esos instantes previos a la escritura  los vivía con una tensión extraña: un cosquilleo en la punta de los dedos de las manos (como si ellos supieran y se prepararan para lo que estaba por venir), un vacío en el estómago y un dulce y leve mareo. Algunas veces estas sensaciones lo paralizaban y elegía irse a caminar. Era como si fueran el presagio de algo terrible que no podía descubrirse sino hasta ser escrito, momento en el que sería muy tarde para cambiar el implacable transcurrir de las cosas. Temía encontrar en sus escritos alguna revelación terrible. 
Todas estas sensaciones se esfumaban apenas escribía la primer oración. Olvidaba todo aquello fácilmente cuando los dedos comenzaban a teclear con la fuerza necesaria.

Cierto día recibió una carta bastante extraña, en la que se leía:

Estimado Sr. Tipógrafo:
                                  Sírvase de estar preparado el próximo día de lluvia. Un coche lo recogerá y lo trasladará a ciertas dependencias, en las que esperará instrucciones. 

Nadie firmaba. 

Por algún motivo, no se inquietó por el mensaje. Se limitó a guardar su máquina de escribir, a reunir hojas en blanco. Lustró sus zapatos, preparó su traje viejo a rayas y raído por el paso de tantos años. Y esperó. Esperó la lluvia. Pasaron horas, días, semanas. Sólo esperaba. Apenas comía o tomaba té. En esos días, apenas dormía. Estaba atento al cielo. No escribía, no leía, no salía. Sólo esperaba y miraba por la única ventana de su cuarto pequeño.
Exactamente veinte días después de recibida la carta, notó que el cielo se cerraba. Sabía que esa misma noche sucedería. 
Dos horas más tarde, un claxon sonaba en la puerta de su casa. Miró por la ventana. Apenas vio los faroles. La lluvia era tan intensa que había oscurecido las calles (que sólo contaban con unos pobres faroles). Se vistió rápido, tomó su máquina, salió y subió a la parte trasera del coche. Observó el tapizado, y todos los detalles. El coche era extremadamente lujoso. Tenía un vidrio que separaba el asiento del conductor con la parte trasera, de modo que no podía ver quién conducía. Intentó preguntar donde se dirigían, y nadie contestó.
Algún tiempo después, el coche se detuvo. Seguía lloviendo. Comprendió que habían llegado. Se bajó y entró en una puerta apenas entornada que daba acceso a una habitación muy parecida a la suya, con una ventana, una mesa y una silla. La única diferencia, era que ese cuarto contaba con una puerta trasera.
Esperó. Al cabo de un tiempo que podrían haber sido horas o días, por esa puerta trasera entró una mujer de pelo negro y ojos extremadamente redondos y grises. Afuera seguía lloviendo. La mujer le dirigió una mirada a la máquina de escribir y él entendió que era hora de trabajar. No hubo excepción, y otra vez se encontró con esas sensaciones en los dedos, el estómago. También se había mareado. La mujer lo miraba prepararse con una expresión fría, solemne. Finalmente, habló. Secamente dijo -escriba- y comenzó a dictar:

- Se limitó a guardar su máquina de escribir, a reunir hojas en blanco. Lustró sus zapatos, preparó su traje viejo a rayas y raído por el paso de tantos años. Y esperó. Esperó la lluvia. Pasaron horas, días, semanas. Sólo esperaba. Apenas comía o tomaba té. En esos días, apenas dormía. Estaba atento al cielo. No escribía, no leía, no salía. Sólo esperaba y miraba por la única ventana de su cuarto pequeño.
Exactamente veinte días después de recibida la carta, notó que el cielo se cerraba. Sabía que esa misma noche sucedería. 
Dos horas más tarde, un claxon sonaba en la puerta de su casa. Miró por la ventana. Apenas vio los faroles. La lluvia era tan intensa que había oscurecido las calles (que sólo contaban con unos pobres faroles). Se vistió rápido, tomó su máquina, salió y subió a la parte trasera del coche. Observó el tapizado, y todos los detalles. El coche era extremadamente lujoso. Tenía un vidrio que separaba el asiento del conductor con la parte trasera, de modo que no podía ver quién conducía. Intentó preguntar donde se dirigían, y nadie contestó.
Algún tiempo después, el coche se detuvo. Seguía lloviendo. Comprendió que habían llegado. Se bajó y entró en una puerta apenas entornada que daba acceso a una habitación muy parecida a la suya, con una ventana, una mesa y una silla. La única diferencia, era que ese cuarto contaba con una puerta trasera.
Esperó. Al cabo de un tiempo que podrían haber sido horas o días, por esa puerta trasera entró una mujer de pelo negro y ojos extremadamente redondos y grises que sólo se limitó a decir: este es su último trabajo- 






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